Mi padre era un hombre que amaba la naturaleza, era común verle sentado observando la lluvia y dado que vivía en una ciudad a la orilla de una bahía, cuando podía ver que iba a llover, disfrutaba más de verla acercarse sobre el mar. Comer una fruta, contar chistes, bailar eran cosas que disfrutaba mucho.

Unos años antes de morir sembró en el patio de la que ahora es mi casa, un árbol de caimito. El caimito es una fruta endémica de Yucatán, morada por fuera cuando está madura pero que al abrirse, deja salir un fruto blanco, lechoso, dulce y riquísimo. Él regaba el árbol, le hablaba, lo podaba, lo cuidaba con esmero y cuando no estaba, me encargaba que yo lo hiciera. Pasaron como 5 años y el árbol no daba frutos, él se frustraba con eso. Pero seguía insistiendo y cuidando el árbol.

De las últimas cosas que me dijo antes de morir, es que él había sido un hombre afortunado, se casó con la mujer que amaba (mi madre), tuvo hijos con salud, vivió más años que muchos, y aunque el cáncer le quitaba la posibilidad de seguir, él estaba en paz porque tuvo la vida que quiso tener. Murió en un noviembre y en el febrero siguiente, el árbol de caimito se llenó se esferas moradas, de unos frutos deliciosos como nunca había comido, salir temprano en la mañana a bajar un caimito, comerlo bajo el árbol, recordar a mi padre como en una oración, me da muchos momentos de felicidad.

 

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